Los llamados OMG (organismo modificado genéticamente) cada vez están más presentes en los productos de consumo alimentario, y su uso o no es objeto de una importante controversia.
Aunque en determinados entornos se alaban los beneficios que esta ingeniería genética aporta (que una planta sea más resistente a las plagas o a los herbicidas o acelerar el crecimiento tanto de plantas como de animales), desde el campo ambientalista se pone en seria duda que, tal y como se afirma, no supongan un riesgo para la salud humana ni para el medio ambiente una vez diseminados en él. Y no podemos dejar de mencionar, entre los beneficios, el económico.
Al margen de las argumentaciones científicas en uno u otro sentido, preferimos no consumir alimentos en todo o en parte artificiales.
La única opción que tenemos como consumidores para elegir es revisar el etiquetado, ese cuyo tamaño de letra es inversamente proporcional a la información que facilita: más pequeña cuanto menos interés hay en que se lea.
Y en este punto es donde también aparece la polémica: la obligación o no de indicar si el producto contiene o no algún componente derivado de cultivos transgénicos depende del país.
Nos llama la atención que no sea necesario etiquetar en países sede de grandes compañías de herbicidas, como Estados Unidos.
La Unión Europea y unos pocos países más sí que exigen este dato, y no solo durante la producción, sino también en cualquier proceso subsiguiente hasta que el producto llegue al consumidor, para garantizar una trazabilidad correcta y efectiva.
Para detectar si un alimento está modificado genéticamente hay que aprender a distinguir el sabor, y esto es muy difícil, pero puede hacerse, sobre todo cuando se tiene muy claro a qué sabe un producto perfectamente natural.
Aunque el primer alimento objeto de pruebas fue el tomate, a fecha de hoy es la soja de modificación genética la que más afectada y distribuida está.